«Las voces de Rubén Rodríguez»
Por: Fabian Mena Pardo
Rubén Rodríguez pudiera ser dos autores que comparten nombre. Una voz que escribe sobre la realidad cotidiana y la resignación, mientras otra se las arregla para hacer triunfar el bien y la justicia al final de los libros infantiles. Porque los niños de “Las codornices” o “La pesca”, víctimas de la injusticia del mundo adulto, bien pudieran ser creados por alguien distinto a los de una historia optimista y fantasiosa como “Leidi Jámilton”.
Sin embargo, quien sepa buscar en sus pocas entrevistas y más de 20 libros de cuentos o novelas para adultos y niños, descubre que se trata de un único escritor, acaso metamorfoseado. Uno que se dedica, con oficio de arqueólogo, a captar de la cotidianidad las vidas íntimas que padecen conflictos humanos en común, “aquellos más sencillos e intrascendentes en apariencia”, explica él mismo.
En todo caso, afirmó en una entrevista: “Cuando escribo soy nadie, porque me convierto en todos y cada uno de mis personajes”. Por ellos es que inicia la creación, se involucra y comprende su sufrimiento común: “Creo que un texto o un personaje alumbrado por la experiencia personal es más creíble (…) y en todos ellos hay un poco de mí, más o menos obvio”.
Ese Rubén Jorge Rodríguez González no pudiera estar ajeno a esos mundos, no pudiera ser otro que el nacido en el pueblo Floro Pérez, una localidad ubicada a 15 kilómetros de la ciudad de Holguín, en 1969.
Resulta natural parecer otro, porque sabe que como narrar es narrarle a alguien, el público condiciona la naturaleza de un texto y las técnicas a emplear. Así, se transforma en cada obra, como un actor que interpreta. Ha sido Juan Escritor del Campo, el guajiro aspirante a literato, protagonista de “El garrancho de Garabulla”, y aquellos personajes que viven tímidamente, estancados en los cuentos de un libro como “El año que nieve”.
Siendo el mismo que, según relatos familiares, se escapó a los tres años rumbo a la biblioteca, aunque aprendió a leer a los cuatro. Allí, en lo que había sido una antigua iglesia, hizo voto de clausura devorando desde historietas, hasta novelas como “Genoveva de Brabante”, “Dafnis y Cloe”, “La biografía de Florence Nightingale”, “La Biblia” o un diccionario, sin distinguir lo que es propio leer en cada edad. Hasta que, en la escuela, vinieron los clásicos.
Esas lecturas nutrieron los primeros pasos de su camino como escritor: “Fui tomando de aquí y de allá rasgos de estilo y técnicas que reconocí como afines a las ideas que tenía sobre literatura”.
Aunque le cuesta leer algunas obras consideradas paradigmáticas, pues no le producen placer, deambuló entre Salgari y Verne; luego, pasó al policial y la ciencia ficción; más adelante, al realismo, las novelas históricas, el existencialismo y ahí pierde la cuenta.
“En la secundaria descubrí que necesitaba narrar mis propias historias”, dice. Aún mantiene ese espíritu de escribir como vocación, “para contar cosas, porque soy un narrador de historias y disfruto haciéndolo, tanto de manera oral como por escrito”, así como para hacer disfrutar a los demás.
Confiesa que le tomó años convencerse de que podía escribir, hasta que el ejercicio del periodismo, que ahora imparte en la Universidad de Holguín, lo hizo perder el miedo a la página en blanco, aprender gramática, redacción y disciplina, cualidades necesarias para lanzarse a ser leído; primero por el público de 60 mil lectores del periódico y luego con su literatura. Aunque el momento decisivo para esta última fue ganar el premio Celestino de cuento, en 1999.
En el del periodismo encontró también amparo para emplear los recursos narrativos y sumó la necesidad de conocer lo que se va a plasmar. No pudiera ser de otra manera, como no se puede desligar el imaginario de la Cuba actual de sus experiencias ni su obra; el universo de la vida en la periferia y las carencias materiales de sus historias.
“Hay que ir y mirar, permearse de realidad, comprender. En el prójimo, en el semejante, está la fuente básica para la creación de personajes y argumentos. El escritor no puede aislarse, debe estar abierto a la alegría y el dolor”, comenta Rodríguez.
Tras más de 20 años de escritura, reconoce que la madurez y el tiempo fuerzan los cambios: “uno deja de mirar hacia adentro para enfocar un entorno que ha cambiado y es menos amable que cuando empecé a escribir”. Aunque lo social está presente desde “Eros del espejo”, su primer libro; en las novelas “Majá no pare caballo” y “Gusanos de seda” y en los relatos de “Unplugged”, el contexto actual y sus personajes habitan, conscientemente, sus historias actuales.
Afloran en su obra, cada vez más cerca: “las relaciones desiguales de poder, la normalización de la crueldad y la violencia o la incomunicación”, preocupaciones que le aquejan del contexto contemporáneo, donde para él: “vivimos en un mundo más preocupado por comprender al culpable que por proteger al inocente”.
Esa visión, sintetizada en el cuento “Las codornices”, le valió el premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2024, pues según el jurado: “(…) con precisión expresiva el autor construye una poderosa metáfora de la aldea global”.
No han sido estos sus únicos láureos. Con el tiempo, la biografía de Rodríguez se ha ido pareciendo a un catálogo de premios: ganador del Alejo Carpentier, La Gaceta de Cuba, el César Galeano, el Hermanos Loynaz, el Cirilo Villaverde, La Edad de Oro, Oriente, Abril y de la Crítica Literaria, son apostillas inevitables en cada presentación.
En una entrevista, dijo solo concursar “cuando tiene probabilidades de ganar” y cree en las buenas rachas. Sin embargo, por vicio profesional aprendió a desmitificar la inspiración, porque “el cierre editorial no puede esperar a que te visite la musa”. Entonces, prefiere la disciplina de insistir y escribir hasta completar las diez cuartillas diarias.
Cuenta que solo cuando tiene el argumento, un pedazo de la historia y a quién se la va a contar, se decide a escribir. No inventa ni teclea a ver qué sale. También necesita un estado que define “parecido a la felicidad”; aislar todo ruido que no provoque él, la música que escucha en bucle hipnótico o las voces de los personajes, los sonidos de la historia que bulle en su cabeza.
Puede levantarse, vivir y regresar a la escritura. No duda. Si aparece un bloqueo en la resolución de un conflicto, lo sortea y continúa redactando. La creación no es para él angustiosa ni ardua, la disfruta no como un medio sino como un fin en sí mismo
Pero, a veces, no fluye. Entonces, explicó en una ocasión, “el texto se estanca, anda como a tropezones” y lo abandona. Y es como si muriera para siempre. Porque, más allá de las transformaciones, Rubén Rodríguez rescata historias que parecen destinadas al silencio eterno en la distancia o al disimulo entre cuatro paredes, como el llanto del niño en el cuento “La pesca”, que comenzó “cuando se apagaron las luces de la casa (…), pero bajito”, para que ni sus padres lo escucharan.
Lee su cuento Jabón, en nuestra Zona Literaria: