Fragmento de la novela Salón de ensayos, de Karla Flores

Premio David 2024

Cada tarde, antes de entrar al salón de ensayos, la coreografía de Camila se dividía en tres pasos. Bajar del edificio esquivando la basura de los escalones, atravesar el bulevar sin descuidar el bolso y enfrentarse a la mirada lasciva del custodio, que le revisaba hasta el estuche del arco. A esa danza se sumaban hoy la enorme partichela debajo del brazo y la lluvia cayéndoles encima. A pesar de tantas semanas de estudio, La consagración de la primavera no se estrenó por falta de presupuesto. En su lugar, el Réquiem de Mozart se ensayaba en el salón insonorizado al que, una vez más, el guardia no le permitía pasar, aunque la viese empapada:

—Yo llevo tres años trabajando aquí y siempre me he vestido igual.

—Y yo lo siento, pero lo dice el reglamento.

Camila respiró profundo y aguantó las lágrimas de impotencia. Tenía que entrar, era impensable otro fin de semana estudiando en vano. Además, sin la partichela original que llevaba consigo la cuerda de los contrabajos no podría tocar. Acostumbrada a la mirada retorcida del hombre, se sentó aireando el libreto:

—Llame al director del teatro.

El custodio la miró detalladamente. El pelo lacio, la piel trigueña, los senos asomándose por el escote de la camiseta, las piernas largas… Parecía medio fuertecita, pero con una carita linda y unas buenas tetas. Alargaría el juego lo más posible a ver si, detrás de la mesa alta del recibidor, se podía tocar con la muchacha enfrente. Agarró el teléfono y simuló teclear mientras le miraba la boca. A esa boquita le quedaba bien cualquier gesto, sobre todo el que estaba haciendo, con los labios entreabiertos y echando aire, como pidiéndole que se la pusiera para soplársela. Sintió la erección cuando colgó el teléfono y se metió la mano en el bolsillo para decirle:

—No contesta.

Camila supo que estaba obligada a esperar hasta que llegara otro músico. Buscó en el bolso algo para secarse, pero solo encontró el pañuelo del contrabajo. Se lo pasó por los brazos y el cuello, aunque se le llenaran de resina. Cuando entrara, la directora de orquesta le armaría un escándalo por la partichela mojada, que no cabía en ningún bolso. Así que comenzó a pensar en una excusa, aparte de la evidente, y al levantar la vista hasta el custodio reconoció el mismo gesto que solía hacer su profesor titular. Al hombre se le relajaba la mandíbula cuando ella, decidida, huyó del teatro. No iba a pasar por eso de nuevo.

El nerviosismo, en cambio, la persiguió y al doblar en la esquina chocó con otra músico, tumbándole los espejuelos:

—Ay, disculpa —dijo temblorosa mientras los devolvía—, creo que no les pasó nada. Lo siento mucho.

—Camila, ¿estás bien?

—Sí, no. No sé… ¿Nos conocemos?

—De la orquesta. Soy de los violines, comencé hace poco. Vamos a entrar. Hay ensayo.

—No. El custodio, ese custodio… no me deja.

—¿Cómo que no? —reaccionó la otra, indignada—. Vamos, dale, si mira como estás de pálida. 

La muchacha, sin revisar los anteojos, agarró a Camila del brazo y entraron juntas cuando el vigilante salía del baño. No les pidió ni la credencial y Camila no lo miró, aunque sabía que él sí la estaba mirando, las estaba mirando.   

—Mira, gracias, pero ahora tengo que secar la partichela.

—Lástima que no tengo cómo ayudarte… Bueno, mi nombre es Luna.

Camila se quedó unos minutos en el cuarto estrecho que comunicaba el salón de ensayos con el vestíbulo. Un pequeño espacio sin ventanas, con paredes enchapadas en madera, dos sillas y un xilófono viejo. El lugar ideal para quedarse a solas, calmarse. Sabía que no sería un buen día desde que abrió los ojos y estaba lloviendo fino. Una lluvia lo suficientemente débil como para impedir la recogida en baldes. Una lluvia que no podía ser aprovechada para limpiar, o descargar el baño. Agua que no limpiaba nada.

La puerta gigantesca, por la que salían pianos de cola, contrabajos o tímpanis, se abrió ahora estrechamente para que Camila, temblorosa, avanzara con los pies a pulsos diferentes. Allí no había casi nadie. Ningún contrabajista. Respiró despacio y, dispuesta a estudiar, atravesó el salón hasta llegar a su banqueta, sacó el arco del estuche y puso la partichela en el atril. Las hojas inmensas no se sostuvieron. Antes de poder agarrarlas, se doblaron por la mitad dejándole una vista panorámica de violinistas, violistas y chelistas que la miraban sin disimular. Evidentemente, todos estarían muy atentos a la audición de los contrabajos. Reajustó la partichela y le puso clips en las esquinas. Se concentró en encerar el arco, afinar el instrumento. No se escuchaba ningún pasaje de cuerdas, ni gruesas ni finas, hasta que comenzó a tocar, bajito. Su sonido se unía tímidamente al de los instrumentos de viento que, ajenos al nerviosismo por las audiciones, sí estaban estudiando.

La directora abrió la puerta del salón y Camila intentó no paralizarse de miedo, que el sonido no se le entrecortara por el temblor de las manos. La señora saludó alegremente a algunos músicos haciéndole pensar, por unos segundos, que el día no sería tan difícil, después de todo. No más llegar a la banqueta principal, abandonó su sonrisa y miró a Camila:

—Espero que la noticia no te haya impedido estudiar. Sigue habiendo audición cuando termine el ensayo.

—¿Noticia?

—Tu profesor… la niña… Yo no sé en qué mundo vives… —Reparó en la partichela mojada—. ¿Por qué esto está así? ¡Dime!

Los vientos, que habían seguido tocando, acostumbrados a los escándalos en la cuerda de los bajos, de golpe dejaron de hacerlo. Todo enmudeció. La orquesta completa miró a Camila, que solo atinó a meter el arco en una efe y se quedó viendo, más allá de los ojos de la directora, la cara del profesor, los besos del profesor, las manos del profesor. La jefa volvió a exigir una respuesta ladeando violentamente la cabeza, pero a Camila no le salían las palabras de la boca.

¿Una niña?

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