Mención del concurso Dolce Vita 2025

«Búsqueda»

Por: Marcos L. Herrera Imbert

Sentí la voz de mi madre justo a mi lado. Dejé caer la cubeta plástica y la mochila, al suelo. Cuando me di la vuelta, no había nadie. Traté de concentrarme en el trabajo antes que el sol de la tarde derritiera mi cuerpo. Tras un poco de esfuerzo, logré meter mi brazo hasta el fondo del bote de basura. Toqué una jaba húmeda con la punta de los dedos, pero no pude sacarla. La basura a su alrededor no la dejaba salir. Metí el otro brazo dentro del bote para tirar con más fuerza de la jaba de nailon. Un poco más y, ¡fuera! Desatar el nudo con los dientes. Muy apretado. Abrirla con los dedos por cualquier parte. Hurgar todo su contenido: cáscaras de plátano, sobre de detergente vacío, comida en mal estado. Tomé de a pocos la comida con los dedos, para dejarla caer en mi cubeta. Devolví la basura al bote. De nuevo, algo parecido a la voz de mi madre. Miré a todos lados, pero no vi su cuerpo. De las esquinas salían miradas lastimeras, pero ninguna de ellas era la de mi madre. Tomé la cubeta y decidí salir del basurero. El recipiente estaba a medias, a ese paso podría llenarlo en un par de horas. Pensé en llegar a los basureros de la avenida 51; de seguro, por allí encontraba algo.

 Justo cuando doblé la esquina, un tipo sentado en un portal me miró unos segundos, soltó un gargajo al suelo e hizo un gesto de negación con la cabeza. Aquello no me molestó. A diario tenía que lidiar con personas así. Se burlaban de mí sin respeto alguno. Mientras, mis manos y a veces hasta la mitad de mi cuerpo, se debatían en la búsqueda de comida para cerdos, en el basurero. De nuevo la voz de mi madre a mi lado, pero en esa ocasión decidí no mirar, solo seguir mi camino. Caminar hasta tener la tanqueta llena de comida para cerdos. Una tanqueta que Teresa la gorda me compraría para darle de comer a sus muchachos de cuatro patas. Con ese dinero yo hacía el diario para masticar mi comida en las noches, mi único alimento con plato fuerte del día: una mini bola de arroz blanco, una ración pequeña de chícharos, dos croquetas o cualquier otro embutido de turno.

Llegué al primer basurero de la Avenida 51 con mente positiva, y eso me trajo sus frutos. Justo al lado del bote encontré una de esas ofrendas que los santeros dejan en la calle: gallina blanca, guayabas, mangos y algunas velas a medio gastar. Levanté la gallina para olerla. Me pareció bastante fresca, así que la guardé en la mochila, junto con casi todas las frutas, menos una guayaba que dejé para comerla en ese momento. Mordí la guayaba.

Alguien pasó por mi lado y lanzó una jaba a la montaña de basura. Di la segunda mordida y me quedé mirando el corazón de la guayaba, en busca de algún gusano.  Encontré algunos orificios, pero nada de la plaga. Volví a morderla, tenía un sabor entre dulce y ácido, casi llegando a lo podrido. Mastiqué el último pedazo. Volví a escuchar la voz de mi madre. Miré a todos lados, ningún rostro de los que pasaban era el de ella. La voz siguió en mi oído. Era un susurro que apenas pude entender. «Hijo, hijo, hijo», decía al final de cada frase. 

– Mima, ¿estás aquí? –pregunté.

No me contestó, así que agarré la tanqueta y me fui hasta el centro del basurero. Plásticos y más plásticos, escombros, ramas de árboles. La voz colada de nuevo en mis oídos.

– Mima, ¿estás ahí? –volví a preguntar.

Pero solo me respondió el sol de la tarde, con sus ganas de querer derretirlo todo. Manos dentro de la basura, buscar, buscar, buscar. Con lo que encontraba pude llenar la tanqueta de comida para los lechones de Teresa.

– Hijo, ¡estoy aquí! –dijo de nuevo mi madre.

Busqué sin encontrarla por ningún lado.  A cada momento su voz se hacía más fuerte:

– Hijo, ¡estoy aquí!

Me pareció escuchar el sonido con más fuerza , justo donde estaba el latón. Fui hasta el lugar y comencé a lanzar toda la basura afuera.

– Hijo, ¿estás ahí? –preguntó mi madre.

Jabas de basura, fuera;  pedazos de plástico, fuera; botellas de cerveza vacías, fuera.

– Hijo, ¿estás ahí?

Metí la mitad de mi cuerpo dentro del tanque oscuro, pero no había rastros de mi madre por ningún lado.

Oscuridad. Un ratón caminando por mi brazo izquierdo. La basura nublando mi vista.

– Hijo, ¿estás ahí?

– ¿Dónde, mima? –pregunté, y solo obtuve la respuesta de mi propia voz, de vuelta en un eco.

Tiré fuera lo que quedaba dentro del tanque: Uniforme militar roto, sartén de cocina con huecos, cartones de huevos vacíos… pero no encontré a mi madre. Saqué la mitad de mi cuerpo de aquel bote de basura. Me sequé la frente y las lágrimas, mezcladas con el sudor. El sol de la tarde quería matarme, pero yo no estaba de acuerdo en permitírselo. En medio del intento de sacudir mis manos, sentí un empujón desde mi espalda.

– ¡Quítate del medio, loco de mierda! –me dijo un tipo.

Caí sobre los escombros. Cuando me levanté, ya era tarde. El tipo andaba en una bicicleta, con otro más montado en la parrilla. En una de sus manos llevaba mi cubeta de comida para puercos. Traté de perseguirlos, pero cada vez eran más lejanos aquellos cuerpos montados en bicicleta. Busqué en la mochila otra guayaba y me senté a comerla justo ahí, sobre la loma de escombros. Pensaba en cómo conseguir otra tanqueta para mi negocio de comida podrida, pero la voz de mi madre me interrumpió:

  • Hijo, ¿estás ahí?