«Testarossa»
Por: Wilfredo Robas Rodríguez
Has pasado las últimas seis horas sentado frente a una caja de verduras que se pudre.
Te ahogas con el olor. El producto de la fermentación lenta de la celulosa, el potasio y las sales minerales asimilables.
Ha llovido un poco en la mañana y crees que has tenido suerte pero la lluvia, como siempre, te ha dejado triste.
El cajón se queda a la intemperie y te refugias bajo el portal corrido de una casa.
Piensas en la lluvia y en porqué te pone triste, mientras miras los charcos que crecen sobre la acera y las pequeñas cosas muertas que son arrastradas por la corriente del borde.
El sol sale enseguida. Por supuesto. En este pequeño rincón que algunos llaman país, la lluvia es un fenómeno mitológico y fugaz.
Tu ropa se seca pero la lluvia te deja de un temblor en los huesos. Un temblor apenas perceptible. El mundo a tu alrededor también comienza a secarse.
Tal vez demasiado.
Dentro de un par de horas la caja de verduras será un caldo de cultivo perfecto para Dios sabe que montón de pequeñas criaturas repugnantes y mortales.
Y apestará mucho más.
Te dices a ti mismo que has tenido un día de perros. Diez horas sentado frente a una caja de verduras que se pudre.
Al final de la jornada, casi al atardecer, alguien te compra un paquete de cebollas mustias. Es el único dinero que haces en el día.
Arrastras los pies hasta tu casa. Sin mirar a los lados. En silencio.
Estrujas con los dedos los billetes que llevas en el bolsillo del pantalón como un pequeño juego de concentración. Uno muy jodido.
Caminas veinte cuadras y llegas a la esquina de lo que llamas hogar, aun manoseando los billetes.
Solo te detienes cuando ves el auto parqueado frente a tu casa. Es un Ferrari Testarossa.
Es la cosa más sexy que he visto en mi vida, te dices. Más que mi mujer desnuda. Carraspeas y piensas: casi tan sexy como mi mujer húmeda y dispuesta sobre una cama. Así de sexy.
La sombra del edificio roza las llantas con forma de estrella de cinco puntas, cromadas y brillantes.
La forma…
El color…
Piensas que todo en ese coche es jodidamente hermoso, que mirarlo es como una bofetada trapera, como un piñazo en el estómago.
Que bien vale la pena que te golpeen los ojos con tanta belleza.
Aun estrujando los billetes, te recuestas al muro del edificio. No puedes dejar de mirar el coche pintado de rojo que parece acaparar sobre su forma perfecta los últimos rayos del sol.
La textura rugosa del muro atraviesa la ropa y se te clava en la piel. Tu espalda ahora mismo debe ser una copia perfecta de la orografía lunar, pero no importa. No importa cuántos meteoritos puedan caer sobre tu espalda sin atmósfera.
Solo importa el Ferrari.
Intentas contar los billetes. Calcular cuántas cajas de verduras son necesarias para comprar un carro como este. Te avergüenza la futilidad del cálculo. La enorme cantidad de números que se agolpan en tu cabeza antes de terminar.
Quieres tocarlo.
Saber qué se siente pasar tus dedos por la superficie lisa y roja que sigue amplificando la luz del sol aun cuando el sol es algo que ya no existe.
Pero no te atreves.
Siempre has sido susceptible a la vergüenza y solo de pensar que alguien puede atraparte, gritar como si fueras un pordiosero violando a su hija. Solo de pensar que alguien pueda interrumpir con su gesto autoritario y con sus gritos ese momento que imaginas de éxtasis supremo. Solo de pensarlo se te hace un nudo en las tripas.
Un nudo que prefieres confundir con hambre y con cansancio.
Sin dejar de mirar el Ferrari, arrastras la espalda por la pared hasta el portón del edificio.
Duele. Tú espalda duele mientras la arrastras por el cemento rugoso. Pero piensas que la belleza también debe doler. Solo que de otra forma o en otro lugar.
Casi tropiezas en la escalera que se ha vuelto oscura del todo y subes los escalones con pies que pesan como el plomo.
Antes de llegar a la mitad del primer piso, te detienes y miras al Ferrari que aún conserva algo de la luz que muere y brilla por última vez antes de volverse rojo mate. Casi de un rojo depredador.
Cosa bonita, murmuras, y por alguna razón tienes ganas de lanzarle un beso. Te haces la idea de que con ese último brillo el coche te ha guiñado un ojo.
El nudo en tus tripas se vuelve una pequeña guerra de clanes que amenaza con llegar a la escala de conflagración. Pero no lo notas.
Subes las escaleras que te faltan con pies de plomo y las manos en los bolsillos.
Comienzas a pensar en tu mujer.
Tu mujer abre la puerta con una sonrisa enorme y un pullover del Che sobre sus tetas.
Te sorprendes.
No por la ausencia de ajustador sobre las tetas de tu mujer o los agujeros minúsculos que parecen haber fusilado la imagen del Che por todas partes. Te sorprendes porque no es tan hermosa.
Hace unas horas, cuando te podrías frente a una caja de verduras bajo el sol, incluso cuando caminabas estrujando cuatro billetes en el bolsillo, pensabas con tristeza en lo hermosa que era tu mujer. Pensabas con tristeza en la vida de mierda que le habías dado.
Ahora la miras con los ojos de un hombre que ha visto un Ferrari.
La sonrisa de tu mujer se hace más amplia y te da un beso. Su boca es suave y húmeda y tiene un olor muy fuerte a girasoles.
Te encuentras a ti mismo pensando si se sentirá lo mismo al acariciar un Ferrari. Si sus asientos también estarán suaves y húmedos.
Te hechas a reír.
Tu mujer pregunta: ¿qué te pasa, Poeta?, y parece notar la humedad mínima en tus ropas. El temblor incontrolado de tus manos.
¿Qué te pasa?, dice tu mujer que te hala por las manos hacia adentro, te sienta en el sofá que esta frente al televisor desvencijado y te toca la frente con cariño. Con un inmenso cariño.
Tú no puedes dejar de reír.
Incluso cuando el nudo de tus tripas se te sube a la garganta y la risa amenaza con convertirse en otra cosa. Otra cosa muy jodida.
Aun así, no puedes dejar de reír.
Tu mujer te ha bañado y te ha dado una pastilla para una enfermedad que no tienes.
Te preguntas: ¿existe una pastilla para la tristeza?
Te preguntas: ¿a qué sabe un Ferrari Testarossa?
Miras por la ventana y lo ves como un tiburón bajo del agua. Un tiburón rojo depredador.
Te alegra un poco saber que aún está ahí. Justo frente a tu casa.
Tu mujer comienza a hablar del gato.
El gato que le regalaste cuando cumplieron tres meses de casados. Para que no se sintiera sola. El gato que ella quiere como un hijo. Tú no quieres tener hijos.
Antes, cuando estudiabas literatura en la Universidad y creías que escribir un libro podría salvarte, acariciabas la idea secreta de tener un hijo. No se lo decías a nadie, pero la idea estaba ahí, latiendo en alguna parte de tu cabeza. Esperando por eso que llamabas: la mujer correcta.
Tu mujer habría podido ser esa mujer. La correcta.
Pero ya habías pasado demasiadas horas sentado frente a cajas de verduras a medio podrir y los libros que habías escrito no te habían salvado.
A estas alturas, tenías la certeza de que nada podría salvarte.
Tu mujer sigue hablando del gato. Te cuenta alguna anécdota graciosa que no escuchas. Orbitas en silencio entre el plato de comida que te ha puesto entre las manos y el Ferrari Testarossa.
Te preguntas cómo sería tu vida si el Ferrari fuera tuyo. ¿Qué tipo de vida sería esa vida?
La gente te miraría distinto, estás seguro. Nadie te tiraría cuatro billetes sobre una caja de verduras que se pudre. Tal vez, como Fitzgerald, escribirías libros mejores y harías feliz a tu mujer.
No te sentirías frustrado y triste por verla con un pulóver del Che lleno de agujeros sobre sus tetas. Sus tetas perfectas e imperdonables.
Tetas que solo merecerías, y de esto también estas seguro, si tuvieras un Ferrari.
El televisor de la sala es una fuente de noticias que se repiten.
Tu mujer está sentada frente al televisor. Escucha las noticias. No parece darse cuenta de que se repiten. Ha dejado el libro que leía sobre sus piernas y escucha como el locutor, joven y hermoso, anuncia un documental sobre perros.
Tú piensas que vives en un país que se ha llenado de perros por todas partes. Intentas escribir un poema pensando en estas cosas. En las cosas que se repiten.
Antes tenías papel y lápiz a mano en cualquier esquina de la casa. Pero ahora tienes que caminar hasta el cuarto y revisar entre los libros de tu mujer.
Tu mujer no parece notarlo.
Vuelves a la ventana y miras al Ferrari Testarossa antes de escribir al final de uno de sus libros:
En la televisión nacional pasan un documental sobre los perros y yo pienso complacido en la fidelidad. Yo también he tenido perros que han lamido mi mano, agradecidos. Atraídos por el pan que moldea el cariño y la heredad. Extrañamente, en la televisión solo pasan imágenes de perros que han mordido a sus dueños. Recuerdo el dolor la cicatriz con que nos marca el colmillo de la vida. Me convencen. La fidelidad, es algo tan peligroso en estos días.
Lees el poema un par de veces y te sientes feliz. Miras por la ventana y vuelves a pensar cómo sería tu vida, cómo sería escribir, si tuvieras un Ferrari.
Tu mujer deja de mirar el televisor y vuelve a leer el libro de Sor Juana.
El libro que tenía sobre sus piernas. Te fijas en sus piernas. En lo hermosas que son.
Te entran unos deseos irresistibles de lamerlas hasta llegar al tatuaje en forma de libélula que tiene por encima del muslo izquierdo. Pero te quedas en la ventana.
Mirando hacia afuera.
A la mancha rojo depredador que señala en la noche la presencia del Ferrari.
El libro de Sor Juana se lo regalaste tú. Junto a un negativo antiguo de una niña vestida de blanco.
Recuerdas la vez que se conocieron y te pones triste.
En aquel entonces creías en los planes. Creía que la literatura y sus dibujos y el amor que se tenían podría salvarte. Pero ya nada puede salvarte.
Tu mujer se acomoda en el sofá y estira un poco las piernas.
Tú sigues mirando el Ferrari.
Ella lee un poema de Sor Juana y te sonríe. Sor Juana es mucha Sor Juana –dice y se acomoda boca abajo. Sientes un tirón entre tus piernas y te asustas. Evitas mirar sus nalgas. El pullover no lo cubre todo y, desde esa posición, con la imagen llena de agujeros, el Che parece un hombre derrotado.
Pasas la mano con cautela por encima del pantalón y sigues sin mirarla.
Prefieres pensar en el mar. En cómo se conocieron.
En aquel entonces tenía la piel muy blanca y la sonrisa perfecta. Escribía poemas y dibujaba todos los días. Ahora solo queda en ella ese olor indefinido a girasoles.
Te culpas de todo. No puedes evitarlo.
De la pérdida de sus sonrisa y sus poemas. Incluso de la espontaneidad con la que hacían el amor en todas partes.
Tu mano parece moverse sola mientras piensas. Ella te mira y dice cochino, mientras te tira un beso y se da la vuelta.
No sabes qué responderle.
Vuelves a mirar por la ventana y tu mano sigue en lo suyo.
Justo como el Ferrari rojo que sigue parqueado allá abajo.
Cambias el bombillo de la sala para el cuarto.
Tu mujer duerme acurrucada en la camita pequeña. Se tapa la cara con las manos como has visto que hace el gato y te preguntas quién imita a quién.
En la sala ahora oscura sigues mirando por la ventana.
Ahora evitas pensar.
Te concentras en la forma de la Belleza y esto también te parece un juego muy jodido. Un mal juego de concentración.
La luz de la luna que se levanta rompe la sombra del edificio y te das cuenta, con pesar, de que tu gato esta allá abajo. Se afila las uñas contra las llantas del coche.
Tu mujer sigue dormida en una cama en la que apenas caben los dos. Seguramente soñando con Sor Juana. Tu abres la puerta con cuidado para que no suene y bajas las escaleras. Esta vez tus pies no pesan como el plomo.
En la entrada del edificio pasas por encima de un montón de periódicos donde duerme el viejo Hank, abrazado a una botella. Con cuidado llegas hasta el coche y llamas al gato. El que le has regalado a tu mujer para que no se sintiera sola.
El gato que quiere como un hijo.
Dominó, le dices, y él viene con la cola erguida y los ojos brillantes. Le acaricias el lomo y ronronea. Lo llevas hasta el callejón detrás del edificio y la luna se oculta y los ojos del gato brillan en la oscuridad.
Lo golpeas contra el muro.
Una vez. Dos. Tres veces.
Piensas que no quieres tener hijos y vuelves al edificio.
Antes de entrar pones tu mano por fin sobre el capó del Ferrari. Las yemas de tus dedos se deslizan sin resistencia por la superficie suave y pulida del metal. Respiras profundamente con los ojos cerrados y sientes que del interior sale un olor muy tenue.
Un olor a girasoles.
Vuelves a pensar en tu mujer.
Las tetas de tu mujer tienen una textura suave y pulida.
Aprietas con una mano y la escuchas gemir. Tu otra mano escarba con delicadeza entre sus piernas. Pero no por mucho tiempo. Tu mano es sustituida por tu lengua.
Buscas un punto específico entre las piernas de tu mujer.
Entre la suave penumbra.
Ella te pide que sigas, que no te detengas, y comienza a ronronear. Luego se sacude y vibra como un motor que se calienta.
Tu mujer cambia contigo y te susurra: Busca tu placer, Poeta, mientras se mueve como un motor que puede pasar de cero a cien en una fracción de segundos.
Un motor que puede llegar a moverse a mucha velocidad.
Por alguna razón que no puedes explicarte, piensas en la gravedad.
En que quizás mañana le pidas que se pinte los labios de rojo, que te gustaría escuchar a Leonard Cohen y que hace mucho tiempo que no pasean, tomados de la mano, por la orilla del mar.
Luego todo se pone oscuro y vas cayendo en un abismo sin sueños en una cama en la que apenas cabes.
Ahora sabes que la amas.
Y también que hay una ausencia pequeña en la que no quieres pensar.
Tu mujer te despierta con una taza de café y una sonrisa.
Sigue oliendo a girasoles.
Te sientas en la ventana y, como el dinosaurio del cuento, el Ferrari sigue allí. Sientes un alivio inmenso y mandas las cajas de verdura que se pudren a la mierda. Decides que hoy no iras a trabajar.
Tienes ganas de escribir y de salvarte.
Le dices a tu mujer que ponga música de Leonard Cohen y escuchas su risa en la cocina. Piensas en lo mucho que extrañaste su risa y te prometes, mientras buscas papel y lápiz, que le vas a comprar un montón de girasoles.
Tu mujer se para en la puerta de la cocina y te pregunta por el gato.
Te sientas en la ventana.
Quieres llenarte los ojos con la Belleza. Tu mujer pregunta de nuevo y los ojos del Che te miran por encima de sus tetas.
Tu mano tiembla sobre el papel y sigues mirando por la ventana hasta que te duelen los ojos.