Mención del concurso Dolce Vita 2025

«Piel de diosa»

Por: Ellen Cuebas Roque

Era la hora sagrada. Los hombrecillos se juntaban a mis pies. Pedían lluvia, lluvia santa. Mi gato se lamía los bigotes desde su rincón y me miraba con los ojos verdes de quien hubiera descubierto todo un mundo más allá de esta dimensión. Me despojé del vestido; abrí las piernas. Ellos quemaban incienso mientras yo posicionaba mis dedos en el altar y presionaba para atraer la lluvia.

Primero el índice preparaba la piel hasta lograr la humedad. El dedo corazón cerca de la puerta. Movimientos verticales. Aquellos hombrecillos comenzaban sus cánticos. Moché, como todo buen sacerdote, levantaba los brazos y clamaba: «¡Mójanos con el elixir de los dioses, bendice a tu pueblo en esta hora!» Su esposa lideraba al resto de las mujercitas en las labores que solo ellas podían hacer: preparar los refrigerios y mantener a los niños alejados de Luci, quien aún lamía sus bigotes desde el rincón. Curiosa la forma en que lamía sus bigotes. Supuse era el hambre voraz que vaticina la hora de comer.

La puerta estaba abierta. Penetraban incesantemente dos dedos, el pulgar se mantenía presionando lo que alguien hubiese designado como el busto de Palas en una medianoche triste. El placer llegaba como olas que iban aumentando su tamaño. No estaba lejos el tsunami. Movimientos circulares. Mi voz hacía temblar la tierra, como truenos que auguraban tormenta. Ya venía. Ya venía.

Llovió entre mis dedos. Llovió sobre Moché y los hombrecillos. Se produjo bonanza. Bendecidos todos, celebraron la fiesta de los primeros frutos, como cada mes. Trajeron sus ofrendas, restos de lagartijas, moscas y otros insectos diminutos. Las mujercitas repartían el festín sin perder de vista a Luci, que abandonó su sitio y se fue. Siempre le habían temido porque lo creían responsable de todas sus desgracias: las desapariciones, enfermedades y muertes. Incluso cuestionaban mi permisividad para con él pero bastaba que Moché intercediera para que se resignasen. Después de todo, dependían de mí.

Moché despertaba antes del amanecer para las oraciones pertinentes. A veces me resultaba insoportable pues el murmullo de sus rezos me despertaba antes de lo que hubiera preferido. Pero terminé acostumbrada a su presencia y a las ocasionales disputas entre los hombrecillos ebrios.

Mes tras mes, al finalizar el ciclo de la impureza roja, comenzaban los preparativos para la festividad de las primeras cosechas y el bautismo a los recién nacidos. A mí no me preocupaban demasiado sus asuntos, sino la ausencia de Luci durante las últimas semanas. Ya casi era la hora sagrada. Los hombrecillos, listos a mis pies, esperaban que su diosa respondiese sus clamores. Necesitaban lluvia.

Me despojé del vestido, abrí las piernas. El dedo índice sobre la puerta, rozando la piel rugosa y encogida que asemejaba un pequeño botón. El botón que ponía todo en marcha. Comenzó la humedad. Luego los dedos entraron a buscar el sitio que ya conocían. Movimientos circulares. Los hombrecillos eufóricos, Moché con los brazos extendidos exigiendo lluvia santa. El rincón vacío. Las olas del placer crecían vertiginosamente. Pero no estaban los ojos verdes, no estaba mi gato lamiendo sus bigotes. Se suponía que llegaba la lluvia. Ya casi, ya casi. Y nunca llovió.

Al inicio dieron gracias, aunque se les veía claramente asustados. Moché rasgó sus vestiduras: la diosa quita lo que la diosa da, dijo mientras echaba polvo sobre su cabeza. Pusieron las ofrendas a mis pies, esta vez sin entusiasmo. No comieron. Fueron todos a los pequeños recovecos en las paredes donde habían construido sus casas y desde entonces se desató el terror. Sin lluvia santa, no crecían los cultivos, no eran bautizados los recién nacidos y eso significaba que el pecado abriría brechas entre ellos. Más pecado, más enojo de la diosa, más sequía, más hambre. Moché prometió interceder por su pueblo y traer las respuestas divinas.

Estuvo postrado en mi mesa de noche durante una semana, en ayuno intermitente. Hacía plegarias y rezos todo el tiempo, así no dormíamos ninguno de los dos. En varias ocasiones me ganó el enojo. El imbécil no paraba de gimotear y yo sin saber que responderle. Hasta que se me ocurrió la idea de crear una nueva ley, ellos estarían ocupados y yo tendría tiempo de pensar y relajarme. Volvería a llover en algún momento.

 Llegaba el ciclo de la impureza roja y debía resolver mis conflictos cuanto antes. Los hombrecillos necesitaban mi lluvia y yo era incapaz siquiera de pensar en ella. Necesitaba ver los ojos verdes en el rincón. La lengua áspera rozar los bigotes. En realidad, necesitaba más que eso. Quería verlo copular. Dejarme lamer. Acariciarle el pelo mientras lo hacía. Luego meterme los dedos en la otra puerta, aquella que solo uso en ocasiones especiales y sentir el tsunami dentro de mí con una fuerza imparable. Y Luci sería el primero en ser bautizado.

Entonces salí y lo busqué por los alrededores. Siguiendo mi instinto, me adentré en un pequeño callejón que desafiaba la arquitectura burocrática del barrio. Lo encontré lamiendo sus bigotes en el portal de una choza maloliente. Reaccionó a mi voz y pude llevarlo a casa.

Devueltos los dos y preparadas las condiciones, los hombrecillos estaban nerviosos. Moché tenía los brazos extendidos. Su esposa a su lado. Era la hora sagrada. En el rincón estaban aquellos ojos verdes. Me quité el vestido y abrí las piernas. Entonces imaginé su lengua áspera lamiendo el altar y las puertas. Mis dedos hicieron lo suyo. Con la otra mano penetré en la otra puerta. Los hombrecillos merecían una buena lluvia. Movimientos circulares. Yo pensando en su pelo, en sus ojos. Ya viene, ya viene.

Y llovió. Llovió entre mis dedos y sobre Moché y su pueblo. Llovió como nunca antes. Ellos celebraron el fin de la sequía, el bautismo de los recién nacidos, el perdón de los pecados. Pero todos se ahogaron mientras yo veía a Luci en el rincón intentando no mojarse.